‘Luz de agosto’ y la sombra del derecho: una lección literaria para la profesión jurídica

Por Andrew Barbosa Salamanca

Pocas novelas han explorado la condición humana con la intensidad y complejidad de Luz de agosto (1932) de William Faulkner. No fue solo su compleja estructura narrativa ni su lirismo sombrío lo que la volvió inolvidable, sino la manera en que aborda la violencia, no como anomalía, sino como una trama estructural que atraviesa la vida social. Faulkner enseña que el derecho, cuando se ejerce sin una conciencia viva del dolor encarnado en los cuerpos que juzga, puede convertirse en el rostro más pulcro, y a la vez una versión más cruel que la propia injusticia.

En Luz de agosto, William Faulkner hace un aporte fundamental a la formación jurídica de quienes se aproximan al derecho desde la experiencia, no solo desde la teoría. Aunque la dogmática jurídica proporciona una estructura conceptual útil para comprender nociones como la culpa o la responsabilidad, rara vez logra dar cuenta de lo que ocurre en el mundo real. Entre los teóricos del derecho, destacó el pensamiento de Oliver Wendell Holmes Jr., especialmente por su crítica al formalismo jurídico y su intuición temprana de la brecha entre la teoría legal y la experiencia vivida. Pero fue Faulkner, desde la literatura, quien expuso sin ambages, a través de su retrato crudo del sur estadounidense, marcado por el racismo y el odio, un mundo donde el derecho, encarnado en el sistema Jim Crow, no salva ni repara, sino que condena.

Faulkner demuestra, sin reparos ni disimulos, que la literatura, y en especial en Luz de agosto, puede formular preguntas que el derecho prefiere evitar, y revelar esas zonas oscuras donde la norma se vuelve cómplice. La novela no solo ofrece un retrato despiadado de la injusticia estructural, sino que expone cómo el derecho puede convertirse en parte del daño que pretende reparar.

En este sentido, Luz de agosto nos confronta con una verdad incómoda, al mostrar que el sufrimiento puede ser perfectamente compatible con un fallo “ajustado a derecho”, y que solo una mirada literaria, sensible a las contradicciones humanas y a la complejidad del dolor, es capaz de advertir el abismo que a veces se esconde detrás de una sentencia bien fundamentada.

William Faulkner

En las aulas se nos enseña a concebir el derecho como instrumento de orden y como herramienta de resistencia frente al abuso. Pero Faulkner, sin rodeos ni eufemismos, nos muestra que, a veces, el derecho es precisamente lo que impide tanto el orden justo como la resistencia legítima. El caso de Joe Christmas, el mulato cuya mera existencia desestabiliza todo un sistema de creencias raciales y religiosas, no es solo una tragedia literaria; es una denuncia sutil pero implacable contra una sociedad que necesita fabricar monstruos para justificar su miedo y su violencia. En ese contexto, el derecho, lejos de proteger, se convierte en el mecanismo más eficaz para excluir. ¿Qué es, si no, el linchamiento legal de los diferentes?

Joe Christmas no tiene lugar ni en la comunidad blanca ni en la negra. Es un ser liminal, marcado por una genealogía ambigua y perseguido no tanto por lo que hace, sino por lo que representa. Su condena precede al delito, como ocurre tantas veces en nuestras prácticas judiciales, donde los expedientes parecen construirse no sobre hechos, sino sobre símbolos. Se castiga menos la conducta que la identidad. Faulkner nos enseña a desconfiar de los juicios que se presentan como tan evidentes que ya no necesitan pruebas. Esa claridad sospechosa suele encubrir el deseo de excluir antes que el de impartir justicia.

En Luz de agosto se nos recuerda con acidez y con la nitidez que sólo dejan ciertos sueños densos o ciertas pesadillas persistentes, con imágenes que vienen como relámpagos, que la violencia no siempre irrumpe, a veces se hereda, se administra, se naturaliza: el viaje de Lena Grove por Alabama hasta Mississippi, la humareda en Jefferson que brota como un presagio, la huida del hombre que ella busca, el rechazo brutal a Joe Christmas por encarnar una mezcla racial inadmisible, una transgresión imposible de perdonar, el reverendo caído, Byron Bunch atrapado en su bondad.

Y Percy Grimm, el joven ultranacionalista fanático del orden, que sin juicio ni prueba organiza una milicia y ejecuta a Christmas. No representa la ley, pero actúa como si lo hiciera. En él, Faulkner muestra la forma más siniestra del derecho, una violencia que se disfraza de deber y mata en nombre de la legalidad. Con la suerte de Joe Christmas, Faulkner insinúa que hay cuerpos que nacen ya marcados para ser perseguidos, y normas que no necesitan decir su nombre para operar como sentencia. La escritura de Faulkner no nos permite mirar hacia otro lado, nos arrastra, nos obliga a contemplar el dolor que el derecho no quiere nombrar, y a reconocer que la exclusión no es un fallo del sistema, sino una de sus condiciones de posibilidad.

Esa novela tiene la textura de lo irremediable. No se lee, se habita. Es una demostración dolorosa de cómo el arte puede ser más real que la realidad misma. Y aunque han pasado los años desde su publicación, el eco de sus páginas sigue siendo tan vívido que, al evocarlas, también asaltan escenas de nuestros propios días aciagos, como si la memoria literaria contagiara la biográfica. Queda el enigma: ¿en qué estado vivía Faulkner cuando escribió algo así? ¿Qué furias o fantasmas lo acompañaban para darle forma a una historia tan oscura y, al mismo tiempo, tan reveladora?

La novela salta sin cesar entre tiempos, entre voces, entre conciencias. No ofrece verdades planas ni narraciones unívocas. Revela que detrás de cada testimonio hay un abismo, que la memoria también puede mentir, y que una justicia que no escucha la complejidad del alma humana está irremediablemente condenada a ser un simulacro.

En un sistema como el nuestro, obsesionado con la forma, con el expediente meticuloso y la sentencia impecable, Luz de agosto no solo nos sacude, también nos revela que la técnica jurídica, sin una ética que la sostenga y la comprenda, es profundamente insuficiente. Que el procedimiento, cuando no se acompaña de una compresión humana, se convierte en una coartada perfecta para la injusticia. Y que el derecho, cuando es impermeable a la literatura, a la historia y al sufrimiento concreto de las personas, termina legitimando las exclusiones que dice combatir, como en Jefferson, donde la ley no redime a Joe Christmas, sino que consagra su condena antes de juzgarlo.

Desde entonces, cada vez que leo una sentencia o redacto algún documento jurídico o académico, siento que Faulkner me acompaña. No con respuestas, sino con preguntas. ¿Quién habla aquí? ¿A quién se deja fuera del relato? ¿Qué se oculta en las elipsis de la verdad procesal? Porque Luz de agosto me enseñó que lo más importante casi nunca se dice de forma directa. Se sugiere, se desliza, se esconde en las pausas. También en el derecho.

La novela de Faulkner no enseña derecho, pero ofrece una lección más difícil y trascendental, como aprender a desconfiar del derecho cuando se vuelve instrumento de exclusión. Me enseñó que la neutralidad puede ser la máscara de la indiferencia, o incluso de la violencia. Que, a veces, hacer justicia implica romper la forma. Y que en los márgenes, en el murmullo de Lena Grove, en la rabia contenida de Joe Christmas, en la cobardía piadosa de Byron Bunch, es donde realmente se juega lo esencial.

Igual que el escritor colombiano William Ospina, también creo que Luz de agosto puede leerse de muchas maneras, como tragedia griega, como crítica social, como poema en prosa, como un mapa de los traumas de una nación. Pero para mí, sobre todo, fue un espejo, no uno que devolviera una imagen nítida y complaciente, sino uno agrietado, en el que reconocí las fisuras de mi propia práctica profesional. Un recordatorio de que el ejercicio del derecho no puede desligarse de la compasión, de la memoria ni de la voz de quienes ha sido históricamente silenciados.

Primera edición de ‘Light In August’ en el Reino Unido, Londres Chatto & Windus, 1933.

Hoy, más que nunca, todo abogado debería leer a Faulkner. No para encontrar respuestas, porque la literatura no ofrece soluciones cerradas ni recetas normativas, sino para aprender a habitar las preguntas que el derecho no siempre se atreve a formular.

La literatura no absuelve ni condena, pero ilumina las zonas grises, los pliegues éticos, las voces de los oprimidos. Luz de agosto no ofrece respuestas definitivas, pero sí abre grietas por donde se filtra la humanidad que a veces el lenguaje jurídico excluye. Leer a Faulkner es exponerse a lo incómodo, a la ambigüedad moral, a la complejidad de las motivaciones humanas. Es también un recordatorio de que la función del derecho no debería ser solo ordenar la vida, sino entenderla. Por eso, quizá, ningún seminario de teoría jurídica me enseñó tanto como esa novela escrita en medio del delirio y la desesperanza.

Porque en ella encontré no un modelo, sino una advertencia: el derecho que no escucha es solo una forma más sutil de violencia. En Luz de agosto, la justicia verdadera no está en el castigo ni en la forma. Se encuentra, más bien, en la capacidad de mirar a los ojos del otro y no apartar la vista; en sostener la mirada incluso cuando su dolor incomoda. La justicia comienza, a veces, con ese gesto elemental, no apartar la vista.