Por Eduardo García, especial para Bogotá Ilustrada.
En su más reciente entrevista con Cecilia Orozco para El Espectador, Rodrigo Uprimny lanza una crítica severa al intento del presidente Petro de convocar una consulta popular mediante decreto, tras el hundimiento legislativo de la reforma laboral. Su tesis es clara: permitir esa convocatoria sin aval del Congreso sería un acto “groseramente inconstitucional” y abriría las puertas a un “autoritarismo plebiscitario”. Pero, como suele pasar con las advertencias que vienen blindadas de fetichismo normativo, la suya omite una dimensión política esencial: el uso sistemático del formalismo como mecanismo de bloqueo institucional.
El argumento de Uprimny se apoya en el artículo 104 de la Constitución, que exige un concepto previo favorable del Congreso para convocar consultas populares sobre políticas nacionales. Nada que discutir ahí, en términos estrictamente normativos. Sin embargo, su lectura del derecho es tan formalista como políticamente ingenua. Porque ¿qué ocurre cuando el Congreso no delibera, no escucha ni propone, sino simplemente niega por reflejo de oposición o por cálculo electoral? ¿Debemos considerar que ese Congreso está cumpliendo su función democrática, o más bien defendiendo intereses corporativos con herramientas formalmente legítimas?

Este tipo de obstrucción institucional no es exclusivo de Colombia ni del presente. Un ejemplo histórico particularmente revelador ocurrió en Estados Unidos durante el primer mandato de Franklin D. Roosevelt. En medio de la Gran Depresión, Roosevelt impulsó un ambicioso programa de reformas económicas y sociales conocido como el New Deal, con el fin de estabilizar la economía, generar empleo y proteger a los sectores más vulnerables. Sin embargo, muchas de estas leyes fueron rápidamente atacadas por una Corte Suprema conservadora, que invalidó varias de las piezas legislativas más importantes bajo argumentos formalistas como la libertad de contrato o una interpretación estrecha del comercio interestatal. En 1935, por ejemplo, la Corte declaró inconstitucional la Ley de Recuperación Industrial Nacional y, en 1936, invalidó la Ley de Ajuste Agrícola y una ley de salario mínimo estatal, en lo que fue percibido como un intento deliberado de frenar el proyecto reformista.
Frustrado ante el inmovilismo judicial, Roosevelt propuso en 1937 un proyecto de ley para reformar la Corte Suprema, añadiendo un nuevo juez por cada magistrado mayor de 70 años que no se jubilara. La medida, presentada formalmente como una respuesta al envejecimiento del tribunal, buscaba, en realidad, alterar su composición ideológica y romper el cerco institucional que bloqueaba las reformas. Aunque la propuesta fue derrotada en el Congreso y se convirtió en un símbolo de “exceso presidencial”, el contexto político cambió abruptamente: poco después, la Corte comenzó a fallar a favor de las leyes del New Deal, en un giro que muchos historiadores atribuyen a la presión ejercida por el intento de reforma. El llamado “cambio de opinión que salvó a los nueve” marcó un punto de inflexión en la jurisprudencia estadounidense y mostró cómo el poder judicial puede adaptarse para no perder legitimidad ante un nuevo mandato político mayoritario.
Lejos de ser un capricho autoritario, el intento de Roosevelt reveló una paradoja democrática: cuando las instituciones diseñadas para garantizar el equilibrio de poderes se convierten en trincheras que impiden cualquier transformación, incluso el recurso a la legalidad se convierte en una forma de mantener el privilegio. La historia del court-packing plan de Roosevelt ilustra que el derecho puede ser invocado tanto para proteger como para bloquear la democracia, dependiendo de quién lo interpreta y con qué fines.

No se trata de justificar la desinstitucionalización. Pero sí de reconocer que la Constitución de 1991 no consagró únicamente un sistema de pesos y contrapesos, sino también una promesa de transformación democrática. Esa promesa está anclada en el artículo 103, que reconoce la participación ciudadana como una forma de soberanía. Negarse a explorar sus márgenes posibles, en momentos de bloqueo político, es convertir el derecho en una trinchera para conservar el orden, no para democratizarlo.
Llamar “autoritarismo plebiscitario” a la posibilidad de consultar al pueblo, sin matizar las razones del cierre legislativo, revela una visión elitista del derecho. Uprimny, que tantas veces ha defendido las causas sociales desde el derecho, parece aquí más preocupado por preservar el formalismo constitucional que por preguntarse si esa formalismo sigue sirviendo al propósito de una democracia real. Como si el Estado de derecho fuera un fin en sí mismo, y no un medio para asegurar justicia, inclusión y dignidad.
La pregunta no es si Petro tiene toda la razón. La pregunta es por qué el derecho se interpreta con tanta severidad cuando lo invoca el cambio, y con tanta indulgencia cuando lo blinda el privilegio.