Palabras del Presidente de la República de Colombia, Juan Manuel Santos, al aceptar el Premio Nobel de Paz.
“LA PAZ EN COLOMBIA: DE LO IMPOSIBLE A LO POSIBLE”
Sus Majestades; Sus Altezas Reales; distinguidos miembros del Comité Noruego del Nobel; queridos ciudadanos de Colombia; ciudadanos del mundo; señoras y señores:
Hace tan solo seis años los colombianos no nos atrevíamos a imaginar el final de una guerra que habíamos padecido por medio siglo. Para la gran mayoría de nosotros, la paz parecía un sueño imposible, y era así por razones obvias, pues muy pocos –casi nadie– recordaban cómo era vivir en un país en paz.
Hoy, luego de seis años de serias y a menudo intensas, difíciles negociaciones, puedo anunciar a ustedes y al mundo, con profunda humildad y gratitud, que el pueblo de Colombia –con el apoyo de nuestros amigos de todo el planeta– está haciendo posible lo imposible.
La guerra que causó tanto sufrimiento y angustia a nuestra población, a lo largo y ancho de nuestro bello país, ha terminado.
Al igual que la vida, la paz es un proceso que nos depara muchas sorpresas.
Tan solo hace dos meses, los colombianos –y de hecho el mundo entero– quedamos impactados cuando, en un plebiscito convocado para refrendar el acuerdo de paz con las FARC, los votos del “No” superaron por estrecho margen a los votos del “Sí”.
Fue un resultado que nadie imaginaba.
Una semana antes, en Cartagena, habíamos encendido una llama de esperanza al firmar el acuerdo en presencia de los líderes del mundo. Y ahora, de repente, esta llama parecía extinguirse.
Muchos recordamos entonces un pasaje de Cien Años de Soledad, la obra maestra de nuestro Premio Nobel, Gabriel García Márquez, que de alguna manera reflejaba lo que estaba pasando:
“Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad”.
Los colombianos nos sentíamos como habitantes de Macondo: un lugar no solo mágico sino también contradictorio.
Como Jefe de Estado, entendí la trascendencia de este resultado adverso, y convoqué de inmediato a un gran diálogo nacional por la unión y la reconciliación.
Me propuse convertir este revés en una oportunidad para alcanzar el más amplio consenso que hiciera posible un nuevo acuerdo.
Me dediqué a escuchar las inquietudes y sugerencias de quienes votaron “No”, de quienes votaron “Sí”, y también de los que no votaron –que eran la mayoría–, para lograr un nuevo y mejor acuerdo, un acuerdo que toda Colombia pudiera apoyar.
No habían pasado cuatro días desde el sorprendente plebiscito, cuando el Comité Noruego anunció una decisión igualmente sorprendente sobre la concesión del Premio Nobel de Paz.
Y debo confesar que esta noticia llegó como un regalo del cielo. En un momento en que nuestro barco parecía ir a la deriva, el Premio Nobel fue el viento de popa que nos impulsó para llegar a nuestro destino: ¡el puerto de la paz!
Gracias, muchas gracias, por este voto de confianza y de fe en el futuro de mi país.
Hoy, distinguidos miembros del Comité Noruego del Nobel, vengo a decirles a ustedes –y, a través suyo, a la comunidad internacional– que lo logramos. ¡Llegamos a puerto!
Hoy tenemos en Colombia un nuevo acuerdo para la terminación del conflicto armado con las FARC, que acoge la mayoría de las propuestas que nos hicieron.
Este nuevo acuerdo se firmó hace dos semanas y fue refrendado la semana pasada por el Congreso de la República, por una abrumadora mayoría, para que comience a incorporarse a nuestra normatividad. El largamente esperado proceso de implementación ya comenzó, con el aporte invaluable de las Naciones Unidas.
Con este nuevo acuerdo termina el conflicto armado más antiguo, y el último, del Hemisferio Occidental.
Con este acuerdo –como dispuso Alfred Nobel en su testamento– comienza el desmantelamiento de un ejército –en este caso un ejército irregular– y su conversión en un movimiento político legal.
Con este acuerdo podemos decir que América –desde Alaska hasta la Patagonia– es una zona de paz.
Y podemos hacernos ahora una pregunta audaz: si la guerra puede terminar en un hemisferio, ¿por qué no pueden algún día los dos hemisferios estar libres de ella? Tal vez, hoy más que nunca, podemos atrevernos a imaginar un mundo sin guerra.
Lo imposible puede ser posible.
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Alfred Nobel, el gran visionario cuyo legado nos reúne hoy, en el día exacto en que se cumplen 120 años desde su muerte, escribió alguna vez que la guerra es “el horror de los horrores, el más grande de los crímenes”.
La guerra no puede ser de ninguna manera un fin en sí misma. Es tan solo un medio, y un medio que siempre debemos tratar de evitar.
He sido líder en tiempos de guerra –para defender la libertad y los derechos de los colombianos– y he sido líder para hacer la paz.
Por eso puedo decirles, por experiencia propia, que es mucho más difícil hacer la paz que hacer la guerra.
Cuando es necesario, debemos estar preparados para luchar, y a mí me correspondió –como ministro de Defensa y como presidente– combatir a los grupos armados ilegales en mi país. Lo hice con efectividad y contundencia, cuando los caminos de la paz estaban cerrados.
Sin embargo, es insensato pensar que el fin de los conflictos sea el exterminio de la contraparte.
La victoria final por las armas –cuando existen alternativas no violentas– no es otra cosa que la derrota del espíritu humano.
Vencer por las armas, aniquilar al enemigo, llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias, es renunciar a ver en el contrario a otro ser humano, a alguien con quien se puede hablar.
Dialogar… respetando la dignidad de todos. Eso es lo que hicimos en Colombia. Y por eso tengo el honor de estar hoy aquí, compartiendo lo que aprendimos en nuestra ardua experiencia.
El primer paso, uno crucial, fue dejar de ver a los guerrilleros como enemigos, para considerarlos simplemente como adversarios.
El general Álvaro Valencia Tovar –quien fuera comandante del Ejército de Colombia, historiador y humanista– me enseñó esta diferencia.
Él decía que la palabra “enemigo” tiene una connotación de lucha pasional y de odio que no corresponde al honor militar.
Humanizar la guerra no es solo limitar su crueldad, sino también reconocer en el contrincante a un semejante, a un ser humano.
Los historiadores calculan que durante el siglo XX murieron hasta 187 millones de personas por causa de las guerras. ¡187 millones! Cada una de ellas era una vida humana invaluable, alguien amado por su familia y sus seres queridos. Trágicamente, la cuenta sigue creciendo en este nuevo siglo.
Es bueno recordar ahora la incisiva pregunta de Bob Dylan, mi colega en la recepción del Premio Nobel este año, que tanto nos conmovió en los años sesenta a quienes fuimos jóvenes entonces:
“¡Cuántas muertes más serán necesarias hasta que comprendamos que han muerto demasiados! La respuesta, mi amigo, va volando con el viento”.
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Cuando me preguntaban si yo aspiraba al premio Nobel, siempre respondía que para mí el verdadero premio era la paz de Colombia. Porque ese es el verdadero premio: ¡la paz de mi país!
Y esa paz no es de un presidente ni de un gobierno, sino de todo el pueblo colombiano, pues la tenemos que construir entre todos.
Por eso este premio lo recibo en nombre de cerca de 50 millones de colombianos –mis compatriotas– que ven, por fin, terminar una pesadilla de más de medio siglo que solo trajo dolor, miseria y atraso a nuestra nación.
Y lo recibo –sobre todo– en nombre de las víctimas; de más de 8 millones de víctimas y desplazados cuyas vidas han sido devastadas por el conflicto armado, y más de 220 mil mujeres, hombres y niños que, para nuestra vergüenza, han sido asesinados en esta guerra.
Los expertos me dicen que el proceso de paz en Colombia es el primero en el mundo que ha puesto en el centro de su solución a las víctimas y sus derechos.
Adelantamos esta negociación haciendo un gran énfasis en los derechos humanos. Y de esto nos sentimos muy orgullosos.
Las víctimas quieren la justicia, pero más que nada quieren la verdad, y quieren –con espíritu generoso– que no haya nuevas víctimas que sufran lo que ellas sufrieron.
El profesor Ronald Heifetz, fundador del Centro de Liderazgo de la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard, de donde me gradué, me dio un sabio consejo:
“Cuando se sienta desanimado, cansado, pesimista, hable siempre con las víctimas. Son ellas las que le darán ánimo y fuerzas para continuar”.
Y así ha sido. Siempre que pude, hablé con las víctimas de esta guerra y escuché sus desgarradoras historias. Algunas de ellas están aquí hoy, recordándonos por qué es tan importante que construyamos una paz estable y duradera.
Yo quisiera pedirles a las víctimas aquí presentes –en representación de las víctimas del conflicto armado en Colombia– que se pongan de pie para que reciban el homenaje que merecen.
Leyner Palacios es una de estas víctimas. El 2 de mayo de 2002, un mortero rudimentario lanzado por las FARC, en medio de un combate con los paramilitares, cayó en la iglesia de su pueblo –Bojayá–, donde sus habitantes habían buscado refugio.
Murieron cerca de 80 hombres, mujeres y niños, ¡la mayoría niños! En cuestión de segundos, Leyner perdió a 32 familiares, incluidos sus padres y tres hermanos menores.
Las FARC han pedido perdón por este hecho atroz, y Leyner, que ahora es un líder comunitario, los ha perdonado.
Y ésta es la gran paradoja con la que me he encontrado: mientras muchos que no han sufrido en carne propia el conflicto se resisten a la paz, son las víctimas las más dispuestas a perdonar, a reconciliarse, y a enfrentar el futuro con un corazón libre de odio.
Este premio pertenece también a los hombres y mujeres que, con enorme paciencia y fortaleza, negociaron en La Habana durante todos estos años. Ellos lograron un acuerdo que hoy podemos ofrecer como modelo para la solución de los conflictos armados que subsisten en el planeta.
Y me refiero tanto a los negociadores del Gobierno como a los de las FARC –mis adversarios–, que demostraron una gran voluntad de paz. Yo quiero exaltar esa voluntad de abrazar, de alcanzar la paz, porque sin ella el proceso hubiera fracasado.
Dedico, igualmente, este premio a los héroes de las Fuerzas Armadas de Colombia. Ellos nunca han dejado de proteger al pueblo colombiano, y entendieron muy bien que la verdadera victoria del soldado y del policía es la paz.
Y quiero hacer un reconocimiento especial –con toda la gratitud de mi corazón– a mi familia: a mi esposa y mis hijos, sin cuyo apoyo y amor esta tarea hubiera sido mucho más pesada.
Comparto, finalmente, este premio con la comunidad internacional que, con generoso y unánime entusiasmo, respaldó el proceso de paz desde sus inicios.
Y permítanme aprovechar esta ocasión para agradecer muy especialmente al pueblo noruego por su carácter pacífico y su espíritu solidario. Fue por estas virtudes que Alfred Nobel les confió la promoción de la paz en el mundo. Y debo decir que, en el caso de mi país, cumplieron su trabajo con gran efectividad.
Noruega y Cuba, en su rol como garantes; Chile y Venezuela, como acompañantes; Estados Unidos y la Unión Europea, con enviados especiales; todos los países de América Latina y el Caribe; incluso China y Rusia… todos tienen razones para participar del orgullo por este logro.
El Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz, de la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos, concluyó –luego de un estudio detallado de los 34 acuerdos firmados en el mundo en las últimas tres décadas para poner fin a conflictos armados– que el acuerdo de paz en Colombia es el más completo e integral de todos.
El acuerdo de paz en Colombia es un rayo de esperanza en un mundo afectado por muchos conflictos y demasiada intolerancia.
Es una demostración de que lo que en un principio parece imposible –si se persevera– se puede volver posible, incluso en Siria o en Yemen o en Sudán del Sur.
La clave –en palabras del poeta inglés Tennyson– es “esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse”.
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Varias lecciones se pueden derivar del proceso de paz en Colombia, que quisiera compartir con el mundo:
Hay que prepararse y asesorarse debidamente, analizando qué falló en previos intentos de paz en el propio país, y aprendiendo de los éxitos y fracasos de otros procesos de paz.
Hay que fijar una agenda de negociación realista y concreta que resuelva los asuntos directamente relacionados con el conflicto, y que no pretenda abarcar todos los problemas de la nación.
Hay que adelantar las negociaciones con discreción y confidencialidad, para que no se conviertan en un circo mediático.
Algunas veces, para llegar a la paz, es necesario combatir y dialogar al mismo tiempo, una lección que aprendí de otro ganador del Premio Nobel, Yitzhak Rabin.
Hay que estar dispuestos a tomar decisiones difíciles, audaces, muchas veces impopulares, para lograr el objetivo final de la paz.
Esto significó, en mi caso, acercarme a gobiernos de países vecinos con quienes tenía, y aún tengo, profundas diferencias ideológicas.
El apoyo regional es indispensable para la solución política de cualquier guerra asimétrica. Hoy, por fortuna, todos los países de la región son firmes aliados en la búsqueda de la paz, que es el propósito más noble de cualquier sociedad.
También logramos algo muy importante, que fue convenir un modelo de justicia transicional que nos permite obtener el máximo de justicia sin sacrificar la paz.
No me cabe duda de que este modelo será uno de los grandes legados del proceso de paz de Colombia.
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Señoras y señores: Hay una guerra menos en el mundo, ¡y es la de Colombia!
Esto, precisamente, es lo que celebramos hoy en Oslo, la misma ciudad que acogió el inicio de la fase pública de conversaciones con las FARC en octubre del año 2012.
Y debo decir que me siento honrado y al mismo tiempo humilde al unirme a la línea de valientes e inspiradores hombres y mujeres que, desde 1901, han recibido el más prestigioso de los premios.
El proceso de paz en Colombia –lo digo con profunda gratitud– es una síntesis afortunada de lo que hemos aprendido de ellos.
Los esfuerzos de paz en el Medio Oriente, en Centroamérica, en Sudáfrica, en Irlanda del Norte, cuyos artífices han recibido este galardón, nos mostraron el camino para avanzar en un proceso a la medida de Colombia.
También recogimos el legado de Jody Williams y la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersonal, igualmente ganadoras del Nobel.
Después de Afganistán, Colombia ostenta el vergonzoso record de ser el país con más minas y más víctimas de minas en el mundo. Nuestro compromiso es tener nuestro territorio libre de minas para el año 2021.
Hemos recibido, asimismo, el respaldo de otros galardonados, como la Unión Europea y el presidente Barack Obama, que han comprometido a sus países a apoyar el crucial proceso de implementación del acuerdo de paz en Colombia.
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Y no puedo dejar pasar la oportunidad de reiterar hoy un llamado que he hecho al mundo desde la Cumbre de las Américas de Cartagena en el año 2012, y que condujo a una sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas en abril del presente año.
Me refiero a la urgente necesidad de replantear la Guerra mundial contra las Drogas, una guerra en la que Colombia ha sido el país que más muertos y sacrificios ha puesto.
Tenemos autoridad moral para afirmar que, luego de décadas de lucha contra el narcotráfico, el mundo no ha logrado controlar este flagelo que alimenta la violencia y la corrupción en toda nuestra comunidad global.
El Acuerdo con las FARC incluye el compromiso de este grupo de romper cualquier vínculo con el negocio de las drogas, y de contribuir a combatirlo.
Pero el narcotráfico es un problema global y requiere una solución global que parta de una realidad inocultable: la Guerra contra las Drogas no se ha ganado, ni se está ganando.
No tiene sentido encarcelar a un campesino que siembra marihuana, cuando –por ejemplo– hoy es legal producirla y consumirla en 8 estados de los Estados Unidos.
La forma como se está adelantando la guerra contra las drogas es igual o incluso más dañina que todas las guerras juntas que hoy se libran en el mundo. Es hora de cambiar nuestra estrategia.
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En Colombia, también nos han inspirado las iniciativas de Malala, la más joven receptora del Premio Nobel, pues sabemos que solo formando las mentes, a través de la educación, podemos transformar la realidad.
Somos el resultado de nuestros pensamientos; pensamientos que crean nuestras palabras; palabras que crean nuestras acciones.
Por eso tenemos que cambiar desde adentro. Tenemos que cambiar la cultura de la violencia por una cultura de paz y convivencia; tenemos que cambiar la cultura de la exclusión por una cultura de inclusión y tolerancia.
Y, hablando de coexistencia, también hemos aprendido del exvicepresidente de Estados Unidos Al Gore y del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, en su empeño por preservar el planeta.
Qué bueno poder decir que el fin del conflicto en Colombia –el país más biodiverso del mundo por kilómetro cuadrado– traerá importantes dividendos ambientales.
Al reemplazar los cultivos ilícitos por cultivos legales, la deforestación generada para sembrar coca disminuirá. Además, ya no se verterán millones de barriles de petróleo a nuestros ríos y mares por causa de atentados a la infraestructura petrolera.
En conclusión: el proceso de paz de Colombia que se premia hoy en Oslo es la síntesis y el resultado de muchos esfuerzos positivos que se han realizado a través de la historia y alrededor del mundo, y que han sido valorados y exaltados por este Comité del Nobel.
Apreciados amigos:
En un mundo en que los ciudadanos toman las decisiones más cruciales –para ellos y para sus naciones– empujados por el miedo y la desesperación, tenemos que hacer posible la certeza de la esperanza.
En un mundo en que las guerras y los conflictos se alimentan por el odio y los prejuicios, tenemos que encontrar el camino del perdón y la reconciliación.
En un mundo en que se cierran las fronteras a los inmigrantes, se ataca a las minorías y se excluye a los diferentes, tenemos que ser capaces de convivir con la diversidad y apreciar la forma en que enriquece nuestras sociedades.
A fin de cuentas, somos todos seres humanos. Para quienes somos creyentes, somos todos hijos de Dios. Somos parte de esta aventura magnífica que significa estar vivos y poblar este planeta.
Nada nos diferencia en la esencia: ni el color de la piel, ni los credos religiosos, ni las ideologías políticas, ni las preferencias sexuales. Son apenas facetas de la rica diversidad del ser humano.
Despertemos la capacidad creadora para el bien, para la construcción de la paz, que reside en cada alma.
Al final, somos un solo pueblo y una sola raza, de todos los colores, de todas las creencias, de todas las preferencias.
Nuestro pueblo se llama el mundo. Y nuestra raza se llama humanidad.
Si entendemos esto, si lo hacemos parte de nuestra conciencia individual y colectiva, entonces podremos cortar la raíz misma de los conflictos y de las guerras.
En 1982 –hace 34 años– comenzaron los esfuerzos para alcanzar la paz de Colombia mediante el diálogo.
Ese mismo año, en Estocolmo, Gabriel García Márquez, quien fue mi aliado en la búsqueda de la paz, recibió el Premio Nobel de Literatura, y habló de “una nueva y arrasadora utopía de la vida (…) donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Hoy Colombia –mi amado país– está disfrutando de esa segunda oportunidad, y les doy las gracias, miembros del Comité Noruego del Nobel, porque en esta ocasión no solo premiaron un esfuerzo por la paz: ¡ustedes ayudaron a hacerla posible!
El sol de la paz brilla, por fin, en el cielo de Colombia.
¡Que su luz ilumine al mundo entero!