El imparable avance de la criminalidad que viven las ciudades colombianas no es otra cosa que un colapso generalizado de la seguridad ciudadana. Ya no es una situación coyuntural o que afecta a un puñado de ‘ciudades peligrosas’. Todo el país ha experimentado un incremento sin pausa de los delitos y actos violentos que afectan de manera directa a los colombianos del común. No vacilo en clasificar esta situación de inseguridad colectiva y generalizada como una crisis social. Crisis que solo ahora despierta las alarmas tardías de un gobierno que ha sido indiferente e insensible a esta tragedia que cada día arruina la vida de miles de colombianos.
La coordinación entre las autoridades responsables de la seguridad ciudadana ha sido un caos absoluto. No hablan el mismo lenguaje, y las rivalidades internas e interinstitucionales impiden la colaboración armónica entre ellas. La ausencia de exigencia, firmeza y liderazgo, por parte del Presidente de la República, ha creado un ambiente de desorden, desobediencia y politización en las filas que se traduce en ineficacia y en graves fallas en el cumplimiento de sus obligaciones. Iván Duque prefiere lavarse las manos señalando a los alcaldes y gobernadores, desconociendo que la tranquilidad ciudadana es su principal obligación constitucional.
El resultado que estamos viviendo tiene sus raíces en el hecho de que este gobierno no tiene una verdadera política criminal. Las instancias de coordinación entre la Rama Judicial, la Fiscalía General, la Policía Nacional, el Ministerio de Justicia, el Ministerio de Defensa y las autoridades locales son totalmente disfuncionales. La orientación y las directrices del Consejo Nacional de Política Criminal son un sartal de lugares comunes. En vez de estructurar una política de seguridad ciudadana integral, la única idea que repiten como mantra mágico es la de militarizar las calles o incrementar el pie de fuerza, sin entender las verdaderas causas estructurales y sociales de lo que ocurre.
No se ha hecho ningún esfuerzo para modernizar la legislación penal a fin de que la impunidad estructural de la justicia pueda ser superada. Mientras los jueces encuentren que la ley les permite la salida fácil de liberar implicados en vez de procesarlos, las calles estarán llenas de reincidentes, aumentando la ira y el escepticismo ciudadano. La Fiscalía no atiende los crímenes que afectan a la gente de carne y hueso, quedando estos en absoluta impunidad. Y lo peor es que la inseguridad a los que más golpea es a los más pobres, agravando las desigualdades sociales.
No comparto las tesis de quienes –para evadir un tema difícil– sostienen que para derrotar la inseguridad ciudadana es necesario primero transformar la sociedad. Claro que hay que transformar la sociedad por injusta y por desigual, pero la inseguridad es un desafío que no da espera. Se requieren políticas enfocadas, específicas, integrales y con rendición de cuentas.
Estamos construyendo una estrategia innovadora que deje atrás las recetas trilladas, probadas una y otra vez, y ya fracasadas. No podemos hacer más de lo mismo mientras el ciudadano vive en constante amenaza. Hay cuatro áreas críticas de trabajo: Prevención, acompañando activamente el ciclo de vida de los jóvenes urbanos; Anticipación, adelantarnos al crimen con tecnología, inteligencia, análisis de datos, apoyados en la colaboración ciudadana; Control, presencia de policía especializada y profesional no hostil con los ciudadanos; Justicia sin excusas, para acabar la impunidad de los delitos contra la gente; y, finalmente, A la cabeza, golpes severos a las mafias que trafican con el crimen. No hay crimen, por pequeño que parezca, sin organización criminal detrás. Nelson Mandela decía: “La tranquilidad y la seguridad no ocurren simplemente porque sí. Estas son el resultado de un consenso colectivo, el esfuerzo y la inversión públicas”.
Fuente: El Tiempo