Hoy en Colombia y en Occidente flota un ambiente de temor frente a un mundo que no se comprende; un mundo desinstitucionalizado, fragmentado y tomado por expresiones semejantes a la polarización, pero de naturaleza diferente. Temor que se expresa en rabia y una profunda desconfianza en una dirigencia, en un poder impotente que ha sido superado por esa realidad. Se descree en los proyectos generales, vagos, «nacionales» que buscan la defensa de un interés general difuso, indefinido e inalcanzable.
Y si algo ha cambiado es el entramado de la política como se ha conocido por más de un siglo en las democracias occidentales de corte filosóficamente liberal, con sus organizaciones: partidos, instituciones parlamentarias y estados nacionales fuertes. Los partidos como se han conocido se encuentran sobrepasados por las nuevas realidades de un mundo fragmentado.
Partidos que ya no responden a las necesidades y aspiraciones de las poblaciones, privados de su poder de convocatoria y movilización; la militancia de antaño murió. Partidos sin proyecto que dejan un enorme vacío en el escenario público que oportunistamente buscan llenar figuras caudillescas con alma de profetas salvadores, a las cuales la multitud se rinde buscando en ellas lo que esos partidos y sus voceros les niegan por incapacidad, desconexión o simple corrupción que, dándole la espalda al interés general convirtieron la política, en un simple negocio privado.
Y esa crisis estructural de la política se encuentra cara a cara con un comportamiento ciudadano que ya no reclama un mundo nuevo, distinto del actual; murieron los sueños y fueron reemplazados por reclamos aislados y concretos, que solo pretenden transformar esa parcela de la realidad, su parcela.
Se pasó de la política de la propuesta social, que convoca, agrupa y proyecta sueños compartidos por sectores poblacionales diversos, a una política a la carta para satisfacer necesidades y exigencias de personas y grupos específicos: ambientalistas y animalistas, de tercera edad y jóvenes, negros e indígenas, mujeres y grupos con opciones sexuales diversas… Todas muy válidas pero que forman un caleidoscopio de sueños y reclamos marcado por la diferencia y la especificidad, sin asomo de unidad, de comunión, con lo cuales se le da la espalda a uno de los principales, sino al principal mandato de nuestra Constitución, construir la unidad de la Nación a partir del reconocimiento de la diversidad que la constituye.
Un mandato constitucional riquísimo, pleno de posibilidades pero también de desafíos, que llama a apostarle a la construcción de una propuesta poderosísima: una Colombia grande como sociedad y cultura, articulada respetuosamente con una naturaleza igualmente diversa y desafiante.
Sin ese ingrediente de la búsqueda de la unidad, se termina en el escenario de una política de cuentas de cobro de unos a los otros, que en vez de construir posibilidades de transformación de realidades y de avance social, ambiental y cultural, termina en conflictos amarrados al pasado, imposibilitando el avance social.
Hoy el proyecto político predominante no es de partidos sino de organizaciones ciudadanas de grupos que comparten un interés específico, que los mueve. Falta el elemento que los una en su diferencia y se integren en un proyecto político nacional que se construye a partir de reconocer, respetar y asumir esa diversidad y pluralidad que caracteriza a Colombia, que si se asume enriquece, y si no, genera conflictos, disparidades e injusticias que nos acaban empobreciendo y debilitando como nación.
*Las opiniones expresadas en este artículo de opinión son del autor y no de BOGOTÁ ILUSTRADA.