Por Mariza Bafile ·@mbafile
¿Por qué no nacimos en Noruega? Nos preguntamos. Y no porque nos gustaría estar en el país que, según los índices internacionales, es el más feliz del mundo, ni porque podríamos tener acceso preferencial a una visa norteamericana, sino porque estaríamos tan lejos de Estados Unidos que nunca hubiéramos sufrido ni sufriríamos las consecuencias de la injerencia de la política de esta nación en nuestros gobiernos.
Muy diferente es la historia de América Latina, área geográfica que nunca pudo evitar nexos muy fuertes con los vecinos del norte. Para bien y para mal.
Hoy, una vez más, debemos enfrentar una situación que puede tener gravísimas consecuencias sobre centenares de millares de centroamericanos a causa de una decisión política norteamericana. El TPS (Estatus de Protección Temporal) que este país acordó a las poblaciones de Haiti, Nicaragua y El Salvador, en momentos de particular peligro a causa de guerras civiles o de desastres naturales, podría ser revocado si el Presidente Trump no da marcha atrás en su decisión y el Congreso ratifica su propuesta.
Hablamos de un total de más de 45 mil haitianos, casi 60 mil hondureños y más de 200 mil salvadoreños. Hablamos de familias radicadas en este país desde hace más de diez años, en el caso de los salvadoreños desde el 2001, es decir después de los terremotos que dejaron al país sumergido en el desastre.
La historia que une Estados Unidos con América Latina es muy larga. Para quedarnos en El Salvador, la injerencia norteamericana en la política de esa pequeña nación centroamericana comienza en los años ’80 cuando Estados Unidos ofrece una desproporcionada ayuda a los militares para evitar el peligro de un gobierno democrático-revolucionario formado por el Frente Democrático Revolucionario y el FMLN.
Indiferentes al llamado que, a través de una carta, hizo el mismo Arzobispo Romero explicando las graves consecuencias que iba a tener esa ayuda militar, justo pocos días antes de ser asesinado por los escuadrones de la muerte, los norteamericanos, en su paranoia de evitar cualquier asomo socialista en la región, siguieron adelante. Las consecuencias, como bien había pronosticado Mons. Romero, las pagaron los civiles con un costo altísimo de vidas humanas, torturas y exilios.
Una situación que impulsó a muchos jóvenes solos o con sus familias, a dejar El Salvador para establecerse en Estados Unidos, sobre todo en Los Ángeles. Sin embargo aquí encontraron una realidad igualmente difícil. Obligados, por la precariedad económica, a vivir en los barrios más pobres, tuvieron que insertarse en un contexto dominado por bandas de latinoamericanos, sobre todo mexicanos, en guerra con las gangs afroamericanas. Los jóvenes que habían llegado sin los padres, no tenían el apoyo ni la contención de un hogar y, al haber perdido todo punto de referencia conocido, se sentían desarraigados y solos. La reacción a ese estado de cosas, unido a la necesidad de defenderse, fue la razón por la cual también los centroamericanos empezaron a organizarse en bandas cada vez más violentas y desalmadas, en las cuales era fácil entrar pero imposible salir vivo. La reacción de Estados Unidos fue la de encarcelar y deportar a muchos de los integrantes de esas gangs quienes, al llegar de regreso a El Salvador, transfirieron en ese país el know how delincuencial aprendido y actuado exitosamente en Norteamérica. El resultado es que hoy El Salvador, por tasas de muertes violentas, robo, atracos, violaciones y extorsiones, es uno de los países más peligrosos del mundo.
Esa es la realidad en la cual deberían regresar los 200 mil salvadoreños quienes viven desde hace 17 años en Estados Unidos. Por otro lado si, como es probable, la mayoría de los jóvenes nacidos aquí, se habla de más de 150 mil muchachos, decidieran quedarse a pesar de todo, se desintegraría el tejido familiar y podríamos volver a tener una situación similar a la que vivieron aquellos adolescentes que llegaron en los años ‘80 para huir de la guerra civil. Quedarían solos, sin el cariño de los padres, tíos, abuelos, sin poder seguir estudios porque deberían buscar formas de sustento y en general estarían obligados a enfrentarse a una vida para la cual no están preparados. ¿Las consecuencias? Nadie puede preverlas pero lo más probable es que no serían muy positivas para muchos de ellos.
Por otro lado el abandono de muchos puestos de trabajo por parte de estos centroamericanos también tendría repercusiones muy negativas en las empresas y en general en la economía de Estados Unidos.
Dicho esto lo único cierto hasta el momento es que nada es cierto. Mientras las críticas se han centrado en el lenguaje del Presidente Trump nadie sabe exactamente cuál será su decisión final y tampoco si el Congreso aprobaría una eventual medida que pondría fin al TPS. Sumergidos en la incertidumbre los centroamericanos viven en un estado de miedo que no les permite hacer ningún plan para el futuro porque el futuro ya no depende de ellos.
Si bien las declaraciones del Presidente Trump así como sus decisiones en materia de inmigración son absolutamente criticables por muchas razones que sería inútil enumerar por enésima vez, la verdad es que el estatus de TPS, como bien indica el nombre, es un estatus transitorio que puede ser revocado en cualquier momento.
Cabe entonces preguntarse ¿por qué ningún Presidente ha analizado esta situación tratando de dar estabilidad a una población que, como bien ha demostrado, se ha integrado de manera honesta y productiva al tejido laboral y social de Estados Unidos? ¿Por qué han dejado que esta espada de Damocles colgara sobre la cabeza de tantas personas inocentes a sabiendas de que un día alguien podría decidir dejarla caer?
Fuente: Viceversa Magazine
Enero 16 de 2018