Los cerros de Bogotá son para muchos la cara de la capital, su referencia, lo más bonito, lo que ubica, por donde sale el sol.
Cuando se observan fotografías del 9 de abril de 1948, detrás del pueblo enardecido, los escombros y los tranvías en llamas, se descubre que en los cerros de Bogotá no había ni un árbol. Así que esa visión de árboles enormes que proyectan decenas de tonos distintos de verde cuando Monserrate, Guadalupe y El Cable reciben el sol de la tarde era inimaginable hace 60 años. La ciudad ha transformado peladeros y antiguas canteras y minas en su principal pulmón.
Pero el otro lado de la moneda es la presión cada vez mayor que ejerce Bogotá sobre el borde de los cerros. Desde barrios de invasión, muchos de ellos en zonas de alto riesgo, hasta condominios de lujo en los pocos reductos de bosque nativo que aún perduran amenazan esta reserva natural de 14.000 hectáreas de superficie, que no solo cobija los cerros visibles desde la ciudad sino también la parte alta de la cuenca del río Teusacá, que corre en dirección norte y al salir del Distrito Capital cruza los valles de La Calera y Sopó. Sus bosques no solo ayudan a limpiar el aire de la ciudad y mejorar la calidad de vida de sus habitantes, sino que también unen los páramos de Sumapaz y Chingaza.
A diferencia de lo que piensa la gente, no solo Monserrate y Guadalupe tienen nombre. De norte a sur pueden enumerarse, entre otros, los cerros de Torca (a la altura de la calle 220), el alto de La Moya, a la altura de la calle 100, por cuyas faldas sube la carretera a La Calera. Más al sur, frente a la calle 85 está la cuchilla de Bagazal, y detrás suyo el alto de Las Piedras. A la altura de la calle 70 está Piedra Ballena, que se identifica por una gran antena solitaria en su domo redondeado. Entre las calles 65 y 55, el cerro de Chapinero; a continuación el cerro de El Cable o El Loro (de altura similar a Monserrate, frente a la calle 45) y el cerro del Parque Nacional, que algunos escaIadores denominan la Curva del Silencio, y que limita con Monserrate. Al sur de Guadalupe está Diego Largo o El Aguanoso, de 3.500 metros de altitud. Al sur de este cerro se encuentra el boquerón del río San Cristóbal o Fucha, a partir del cual surgen las cuchillas del Zuque y el Zaque, y el cerro de la Teta, que se eleva a más de 3.500 metros.
El estado de conservación de los cerros orientales es disparejo. Hay desde cerros heridos por enormes canteras donde a duras penas crecen arbustos dispersos y donde se han asentado centenares de familias en condiciones muy precarias, hasta exuberantes reservas forestales que son propiedad del Acueducto y del Ejército, así como el Parque Nacional. También gozan de muy buena salud algunas reservas privadas con una ocupación muy baja, como por ejemplo el bosque nativo que se conserva en la falda del alto de La Moya, así como las laderas de los cerros entre La Caro, en el límite con Chía y la calle 200.
Lo cerros de Bogotá conforman un sistema compuesto por varios ramales. Integran el primero los cerros que dan contra la ciudad desde la calle 100 hacia el sur. Detrás de ellos viene una cuchilla más alta que desemboca en los páramos de La Viga (por la salida a Choachí) y Cruz Verde. Y aún más al oriente, ya en zona marcadamente rural en las localidades de Chapinero, Santa Fé y San Cristóbal, se encuentran páramos que superan los 3.500 metros de altitud.
La importancia ecológica de los cerros es evidente. No solo como pulmón de la ciudad. Allí nacen decenas de quebradas y ríos. Además están muy ligados a los habitantes de la ciudad, muchos de Ios cuales, cuando se les pregunta qué es lo que más les gusta de Bogotá, responden sin dudarlo: los cerros orientales.
Enero 9 de 2019