Luego de ver el anuncio del informe presentado a la alcaldía de Bogotá por el equipo del exdefensor del Pueblo, Carlos Negret, a raíz de los hechos del 9 y 10 de septiembre del 2020, viene a mi memoria lo que viví.
Hacia las 5 am, del 9 de septiembre de 2020, supe del asesinato del estudiante de derecho Javier Ordóñez, en el barrio Villa Luz. Un poco antes de las 6 am ya me encontraba en el lugar con la familia de la víctima que estaba rodeada de periodistas y del CTI. Por mi parte, entregaba el reporte de la situación a mis superiores, al tiempo que terminábamos de alistar todo para el lanzamiento de la Ruta de los Derechos Humanos en el barrio Santa Fe, de la localidad de Los Mártires; un vehículo que pensamos que ayudaría a hacer promoción de las rutas de protección de la Dirección de Derechos Humanos, al buscar acercar el gobierno a algunos lugares donde ni las alcaldías locales acostumbran a llegar.
En medio de todo esto, conforme pasaban las horas se calentaban los ánimos en la ciudad. La ciudadanía se convocaba en los CAI, empezando por el del barrio Villa Luz. Entrada la tarde iniciaban los enfrentamientos entre los jóvenes y la policía, mientras la alcaldesa Claudia López convocaba al Comité Civil de Convivencia, una figura que se encuentra establecida en el Código de Seguridad y Convivencia para atender conflictos en las ciudades. Asistimos los directivos convocados, la comandancia de la Policía y, virtualmente, José Miguel Vivanco, de HRW, y un delegado de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Colombia.
Ya de noche y terminada la reunión, mientas la ciudad se encontraba en el punto más alto de los disturbios, la alcaldesa, acompañada de los secretarios de Gobierno y Seguridad, daban declaraciones a los medios de comunicación. En ese momento, algunos defensores de derechos humanos me informaban que la policía estaba disparando contra los jóvenes y se rumoraba el asesinato de varios de ellos.
Le dije a mis superiores que debíamos salir a la calle y reforzar el acompañamiento en las protestas. La respuesta fue algo así como: «Ya mandamos a la casa a los gestores por razones de seguridad. Toca esperar a ver qué podemos hacer mañana». Me dirigí a casa, desconcertado. Mandé un mensaje por redes sociales solicitando a la ciudadanía que me informara dónde se encontraban personas heridas y detenidas. Los mensajes me desbordaron. Eran, quizá, las 10 pm, y solicité un vehículo a mis superiores para salir a la calle y llegar a los puntos donde me informaron que estaban los asesinados, heridos y detenidos ilegalmente. El vehículo me fue negado. Incluso, quien era la secretaria privada del secretario de gobierno me dijo: «¿Pero a qué sales si hasta a los gestores los mandamos a la casa?». Le respondí: «Ustedes no conocen la ciudad». Tomé la decisión de llamar a la coordinadora de los vehículos de la Secretaría de Gobierno. Le conté la situación, y le pedí, sin autorización de mis jefes, me proporcionara un vehículo para salir a la calle o, de lo contrario, me iría en mi camioneta bajo la responsabilidad de la Secretaría. El vehículo llegó sobre las 11 pm, casi 12 de la noche.
Me reportaron que el profesor Wilder Andrey Téllez González se encontraba detenido junto con otras personas más en el CAI de Arborizadora Alta de la localidad de Ciudad Bolívar. Fue el primer lugar donde llegué. A mi arribo, él se encontraba fuera del CAI, pero malherido, junto a otras personas más. Los policías le habían fracturado la dentadura. También, habían torturado a casi una decena de personas en ese lugar. De ello hay pruebas en poder de la fiscalía, que no ha avanzado en la investigación. La edil Jasmín García, que se encontraba en el sitio, me decía que dentro del CAI había más personas. Los policías me negaban la entrada a verificar lo que me decía la edil. Después de muchas llamadas y de enfrentarme verbalmente con los policías, dejaron salir a los jóvenes que allí estaban incomunicados y golpeados.
Luego de asegurarme de que llegara la ambulancia para atender a los torturados, salí hacia el norte, de CAI en CAI, verificando si había personas detenidas. Pasé por las estaciones de policía de Ciudad Bolívar, Rafael Uribe Uribe, Los Mártires, Teusaquillo y los CAI del Parkway, Galerías, hasta que llegué al CAI Verbenal. El paisaje en esa noche era el resultado de un campo de batalla. Frente a él, pareciera que hubieran llegado varias volquetas a descargar toneladas de rocas. Esa era la cantidad de piedras que había en ese lugar, junto a rastros de sangre y decenas de casquillos de balas disparadas.
Recorrí hospitales, comenzando por el Simón Bolívar, luego el Cardio Infantil y el de Suba. Regresé al Cardio Infantil y ahí me quedé con las decenas de familias que se encontraban a la espera de un parte médico de sus familiares, a quienes hoy, luego de mi renuncia a la Alcaldía de Bogotá, puedo ver a los ojos.
Fue un error de la administración, de la alcaldesa y sus secretarios, haber dejado sola a la ciudadanía esa noche. Hoy lloran ante las cámaras, pero no reconocen el (mal)trato dado a las víctimas y sus familias en los 15 meses transcurridos desde la masacre; mucho menos a los manifestantes a quienes no han dejado de señalar como vándalos. Los policías siguen libres, «impartiendo justicia» por los barrios. El comandante encargado de la Metropolitana de Bogotá de esas noches sigue como si nada, junto a los comandantes de CAI que estuvieron al frente de las agresiones contra la juventud bogotana. El informe al que hice referencia al inicio podrá contrastarse con mis palabras para buscar coincidencias o vacíos. Justicia para las víctimas y sus familias es lo que hace falta.
**Abogado, Doctorando en Política y Gobierno. Exdirector de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobierno de Bogotá.
Fuente: La Nueva Prensa