Esplendor y caída de Álvaro Uribe y el uribismo

“El declive del expresidente Álvaro Uribe también se debió a su vicio de mandar, al desvarío de sentirse indispensable, aunado a los resultados del crucial debate que, en la comisión segunda del Senado, en septiembre de 2014, adelantó el senador Iván Cepeda”.

Por Pedro Luis Barco Díaz

El siglo XXI para los colombianos arrancó con el primer mandato de Álvaro Uribe Vélez, un político de mano dura y corazón de hierro, que venía de ser gobernador de Antioquia, donde impulsó a rajatabla organizaciones cívico militares armadas denominadas las Convivir.

Sin dilaciones y en olor de multitudes, emprendió una guerra total contra las Farc, amparado en su política de Seguridad Democrática, según la cual, en el país no existía un conflicto interno originado por graves desequilibrios sociales y económicos, sino una amenaza terrorista que quería destruir a Colombia. En materia socioeconómica, gobernó con el libreto del capitalismo salvaje y acabó tanto con todo el capital público que había construido el país en 50 años, como con las conquistas laborales obtenidas en una centuria.

A menos de un año de su posesión, Uribe presentó un Acto Legislativo por medio del cual modificó artículos de la Constitución para “enfrentar al terrorismo”. En esa reforma se restringieron algunas libertades y garantías que eran de la esencia de la Constitución de 1991, con la disculpa de consolidar la seguridad prometida por el gobierno y pretendida por las bases.

Pronto, el gobierno de Álvaro Uribe obtuvo buenos resultados: recuperó el control de las carreteras disminuyendo tanto las “pescas milagrosas” como los secuestros y debilitó a las Farc de manera evidente.

También inició y culminó unas negociaciones de paz con los paramilitares, las cuales se formalizaron con la ley de Justicia y Paz que, según el gobierno, significaban el señorío de la verdad y el fin del paramilitarismo y de la impunidad. Pero los resultados fueron insatisfactorios tanto en judicialización de desmovilizados como en reparación de víctimas. Además, Uribe, al extraditar a los cabecillas, permitió que sus crímenes en Colombia quedaran en la impunidad.

Por otro lado, continuaron los desplazamientos, las masacres, los asesinatos selectivos y los mal denominados falsos positivos, ocasionados según la JEP, por la fuerza pública confabulada con paramilitares.

Se hizo reelegir rompiéndole el pescuezo a la Constitución Nacional y volviendo añicos el delicado sistema de pesos y contrapesos que evitaban los excesos de poder. Las pruebas son contundentes: la Corte Suprema de Justicia terminó condenando a los artífices de ese exabrupto, los exministros Diego Palacio y Sabas Pretelt de la Vega y al exsecretario general de Presidencia, Alberto Velásquez.

 

En sus dos periodos, Álvaro Uribe contó con escuderos de labia exuberante y sapiencia greco-paisa, absolutamente leales al monarca, como José Obdulio Gaviria, quien a manera de encorbatado culebrero explicaba que con Uribe habíamos llegado al nirvana de la democracia; que había extinguido al paramilitarismo; que los desplazados eran migrantes internos; que las Águilas Negras eran delirios de la oposición; y que el Estado de Opinión era la fase superior del Estado de Derecho, en el que lo que cuenta es lo que piensen las mayorías, expresadas por las encuestadoras del régimen.

O, como Fernando Londoño Hoyos, ministro del Interior y de Justicia, quien en sus extravíos uribistas proclamaba que en 2003 el gobierno acabaría con el narcotráfico y la guerrilla: “Vaya usted a Putumayo y búsqueme un arbusto de coca y lo podemos negociar. No hay uno”.

La doctrina del enemigo terrorista interno y una circular con precisos criterios para el pago de recompensas dio pie para que 6.402 civiles inocentes fueran asesinados para ser presentados como guerrilleros abatidos en combates. Sin duda alguna el hecho más vergonzoso y execrable de nuestra vida republicana, merecedor de estar en la primera fila de la historia universal de la infamia.

Álvaro Uribe agotó sus mayores esfuerzos para obtener un tercer mandato, pero la Corte Constitucional le cerró el paso. Ante estas circunstancias, se vio forzado a candidatizar a Juan Manuel Santos, quien después de ganar las elecciones, leyó correctamente lo que Uribe no logró entender: que era el momento exacto para iniciar un proceso de paz pues las Farc estaban arrinconadas. Y lo logró. Aun cuando dejó jirones de su pellejo en el proceso, adquirió relevancia mundial y el premio Nobel de Paz. El Acuerdo de La Habana fue la concreción efímera de “esa ilusión esquiva, esa dimensión desconocida que es la paz”.

Efímera, porque, de todas maneras, Uribe logró su tercer mandato en 2018, por intermedio de Iván Duque, que ha sido un desastre completo y terminó por convertirse en otro factor de la decadencia política del otrora hombre más poderoso del país y de su partido el Centro Democrático.

Carmen Helena Ortiz, jueza Álvaro Uribe Vélez
Carmen Helena Ortiz, jueza que no archivó caso de Álvaro Uribe Vélez

Pero el declive del expresidente Álvaro Uribe también se debió a su vicio de mandar, al desvarío de sentirse indispensable, aunado a los resultados del crucial debate que, en la comisión segunda del Senado, en septiembre de 2014, adelantó el senador Iván Cepeda.

Esa tarde-noche los cimientos del Capitolio Nacional se sacudieron cuando el senador del Polo señaló presuntos vínculos del expresidente con el paramilitarismo y el narcotráfico. Uribe, por su parte, dijo que Cepeda era “aliado del grupo terrorista de la Farc“. Las cosas pudieron quedarse ahí, en el terreno político. Pero no. Empezaron ocho largos años de disputa legal que aún están lejos de terminar.

Uribe enceguecido y mal aconsejado por su soberbia, denunció penalmente a Cepeda, ante la Corte Suprema de Justicia, de buscar en las mazmorras a falsos testigos –antiguos paramilitares y narcotraficantes– para utilizarlos en su contra. La Corte investigó el caso, desechó la acusación, y en su defecto abrió otra contra Álvaro Uribe por presunto determinador de soborno y fraude procesal.

En 2020, la Corte encontró méritos para ordenar el arresto domiciliario del expresidente, quien a los 15 días de permanecer recluido en su hacienda renunció al Senado para que su caso pasara a la Fiscalía. Esta entidad hizo todo lo posible por evitar que se llevara a juicio al expresidente, pero esta semana la juez 28 Penal del Circuito con Función de Conocimiento de Bogotá, determinó la no preclusión de la investigación por lo que Uribe deberá ir a juicio.

Esta noticia es devastadora en sí misma para Álvaro Uribe, quien es el principal afectado; para la Fiscalía, que perdió credibilidad por su burdo papel de defensora oficiosa del expresidente; para el presidente Duque, que además de este costo político, debe asumir el de las escalofriantes confesiones de los militares ante la JEP y el de la masacre de la vereda El Remanso del municipio de Puerto Leguízamo.

Pero también es catastrófica para Federico Gutiérrez, el escogido para su cuarto mandato, pues le toca cargar –con su magra contextura física– un aplastante peso por la caída de Álvaro Uribe, del uribismo y del presidente Duque.

Fuente: Criterio

*Las opiniones expresadas en este artículo de opinión son del autor y no de BOGOTA ILUSTRADA.