Después de 70 años, el colombiano heredero de un cuadro original del pintor italiano logró encontrarlo en una bóveda en Nueva York y reconstruir toda su historia.
La siguiente es una crónica escrita por el periodista Carlos Restrepo y publicada en el periódico El Tiempo, el 8 de agosto de 2009.
Todo comenzó un domingo soleado de diciembre de 1938, cuando una pareja, al salir de misa, decidió ir de paseo al campo, hacia la población de Madrid (Cundinamarca). Cuando ya llevaban un rato de viaje, la señora, que esperaba un hijo, le pidió a su esposo detenerse en alguna tienda para tomar agua.
Entonces, llegaron a un conocido negocio de Fontibón, donde unas amigas vendían viandas típicas, como obleas, pandeyucas y masato. De pronto, el señor, un artista graduado de la Escuela de Bellas Artes de Chicago (E.U.), le señaló a su esposa un cuadro mediano (de 70 X 84 cm.) que estaba colgado en una pared y le dijo: «Si ese cuadro es un original, me atrevería a afirmar de que es el mejor cuadro que ha pisado América».
Le pidió permiso a la dueña para descolgarlo, lo sacó a la luz y le comentó, nervioso, a su mujer, que no se trataba de una copia, y que estaba casi seguro que era del pintor italiano Rafael Sanzio de Urbino.
Quien lo aseguraba era el pintor colombiano Santiago Martínez Delgado, autor del famoso mural de Bolívar y Santander en el Congreso de Ocaña, que se encuentra en el salón Elíptico del Congreso Nacional.
«Él le propuso a la dueña comprarle el derecho a estudiar el cuadro. Ese derecho le garantizaba la posibilidad de llevarlo al lugar adonde necesitara para que lo indagaran y la seguridad de asesorarla cuando lo fueran a vender, en pleno ambiente de preguerra«, explica el escritor Santiago Martínez Concha, hijo del artista.
Ante la difícil situación económica por la que pasaba, la señora del local de obleas aceptó el trato y Martínez Delgado inició un minucioso estudio del cuadro.
Para la amante de Rafael
Descubrió que la modelo era la Fornarina, la tercera y última de las amantes de Rafael, quien antes de morir le dejó a ella el cuadro.
«Se quiso casar con ella, pero ninguno de los dos Papas para los que trabajó (Julio II y León X) lo autorizaron, porque consideraban que él era un noble maestro pintor y no podían permitir un matrimonio morganático, como se llamaba ese tipo de uniones», agrega el autor.
Meses más tarde, esta mujer se volvió amante del conde de Montmorency, segundo hombre más importante de la corte del rey Francisco I de Francia.
Cuando el rey vio el cuadro, se lo compró a la Fornarina por quinientos ducados, y ordenó colgarlo en su tienda de campaña durante la correría que finalizó en la Batalla de Pavía (Italia), en la que resultó vencido por las fuerzas del rey Carlos V, al mando del capitán de guardia Gonzalo Suárez Rondón.
Al llegar este ante el rey Carlos V con los detenidos y sus valiosas pertenencias, el monarca, en agradecimiento, decidió regalarle el cuadro de la Madonna.
Entonces, Suárez Rondón emprendió viaje a América, deslumbrado por la leyenda de El Dorado, y fundó la ciudad de Tunja, en donde finalizó sus días.
Al morir, el cuadro fue legado al convento de San Agustín: «Imagínese, la obra aguantó toda la Conquista, la Colonia, el terremoto de Bogotá, las diez guerras civiles del siglo XIX y luego pasó a Fontibón a la casa de unos parientes del monje agustino fray Domingo Ospina Camacho, que lo estuvo escondiendo de la soldadesca», explica el autor del libro que reconstruye esta historia.
‘Tengo un original de Rafael’
Una vez resuelta la manera como terminó en tierras americanas, el artista Martínez Delgado sabía que, si se trataba de un Rafael original, debía tener debajo de la pintura los rastros del artista. El pintor italiano siempre hacía un bosquejo del esqueleto de la figura a base de círculos concéntricos, que luego iba rellenando con capas de pintura, con una técnica conocida como la punta de plata, que también aplicó su contemporáneo Leonardo da Vinci.
«Entonces, se llevó el cuadro a la Clínica Moderna de Bogotá para tomarle radiografías. La gente empezó a decir: este señor se chifló. La prensa se enteró de todo este escándalo, y cuando salieron la estructura ósea y los círculos concéntricos debajo de la capa de pintura, mi papá aseguró: tengo un original de Rafael».
Con los documentos históricos de la obra, las radiografías y el cuadro, el descubridor viajó a la Escuela de Bellas Artes de Chicago (E.U.) para iniciar los trámites de la certificación. Coincidía, en esos días, la Feria de Arte de Nueva York, que reunía a los restauradores más prestantes del mundo, quienes al enterarse de la existencia del cuadro viajaron hasta Chicago para estudiarlo.
«El escándalo también salió en los principales diarios y revistas de ese país, Newsweek, Life. Yo tengo todos los recortes de prensa. Luego, lo certificaron como un auténtico Rafael – por cierto, de muy buen momento, pues era su madurez-« cuenta Martínez, y agrega que en ese momento (1939) un emisario nazi le ofreció 100 mil dólares a su padre para que se lo vendiera.
La extraña desaparición del cuadro
«La dueña del cuadro, la señora del negocio de obleas en Fontibón, se radicó en Estados Unidos con sus hijas, en donde mi papá le consiguió empleo en el consulado de Colombia y luego en la aerolínea Pan American. Finalmente, él le compró la obra pagándole con parte de su propia obra, durante varios años, un crédito que pidió a la Academia de las Artes, y otros dos préstamos más que les pidió a un comerciante y a un judío de apellido Tartar, de Nueva York. Entre ellos financiaron la compra de la obra».
«La Segunda Guerra Mundial siguió su curso; mi papá se murió en 1954 sin dejar dicho en dónde estaba el cuadro», comenta el autor.
Pasaron más de 50 años, hasta que el arquitecto Martínez Concha logró descifrar el rompecabezas que había dejado su padre minuciosamente detallado en una carta secreta.
«Antes de morir, mi mamá me entregó una llavecita de oro que llevaba en una cadena pegada al cuello, que tenía grabado el número 444, y la frase: Este es el cordero de Dios», agrega Martínez Concha.
Y comenzó la búsqueda. Encontró a los descendientes del señor Tartar, amigo de su padre, quienes le contaron que también tenían la misma llave, pero de plata, con el número 999 y la inscripción: «Salve, María, llena eres de gracia».
«Ellos sabían que la llave abría el sagrario de una capilla que mi papá diseñó, en una finca de Cajicá (Cundinamarca), en donde murió. En la parte superior de ese sagrario apareció pegada una carta dirigida a mí para cuando yo creciera.Venía con dos sobres lacrados: el primero tenía la ‘R’, de Rafael, y el segundo, las iniciales de mi papá. Allí, aparecía especificado en dónde estaba el cuadro».
En la carta, el padre de Martínez le explicó la manera como debía calcular un número, que correspondía al casillero de un banco suizo en Nueva York, en donde había guardado con sigilo la obra de arte que sólo podía encontrar si completaba las pistas.
Se necesitaban el número, la llave de oro y una copia del certificado de defunción de su padre. Con todas las piezas juntas, Martínez viajó a Nueva York a reclamar la obra.
Pero, después de todo el periplo de un cuadro que había comenzado como un regalo a un amante de Rafael, que había vivido batallas en Europa y que había terminado en una tienda de obleas en Fontibón, el heredero de la multimillonaria obra se encontró con otra sorpresa.
No podía sacar el original de Rafael porque, tal como su padre había estipulado en un fideicomiso, debía reclamarlo antes de que se cumplieran 50 años de su muerte. De lo contrario, el cuadro debería completar 90 años en el banco y luego ser regresado a Bogotá, para entregarlo, nuevamente, a la iglesia de San Agustín.
«Me había pasado. Llegué tres meses después de los 50 años de la muerte de mi padre, o sea que perdí la bobería de 100 millones de dólares. Por eso, lo único que me permitió el gerente del banco fue tomarme una foto al lado del cuadro en la bóveda. Imagino que dentro de 45 años, cuando yo ya esté muerto, llegará a Colombia en una especie de odisea, con todo y banda incluida».
Esta historia dio origen, desde 1939, al famoso dicho bogotano de ‘el lío de la Madonna’, por las noticias que en ese entonces dieron cuenta del cuadro, y que el arquitecto bogotano Santiago Martínez Concha escogió como título para el libro que acaba de publicar y en el que, de manera novelada, explica cómo se resolvió el enigma de la pintura.