Una inmundicia no justifica jamás otra inmundicia, pero los falsos positivos fueron el gran aporte de Colombia a la historia mundial de la inmundicia.
Los falsos positivos no fueron 2.248 entre 1988 y 2014, sino 6.402 entre 2002 y 2008. Este es el motivo del escándalo.
Ese es también el aporte principal que la Jurisdicción Especial para la Paz ha hecho a la justicia. Pero el aporte es grotescamente insuficiente y es además la muestra de hasta dónde se han deformado las cosas más elementales en Colombia. Para decirlo en una línea: la JEP nos hace el favor de aplicar su justicia suavizada a una atrocidad que de otro modo quedaría completamente impune, y sin embargo es tan horrible que ni siquiera debería estar bajo el radar de la JEP.
La razón es sencilla: los falsos positivos no fueron crímenes de guerra ni fueron cometidos “con ocasión o en el contexto del conflicto armado interno”. Su víctima no fue el guerrillero, el integrante de la red urbana, el cómplice clandestino, el simpatizante, el campesino que colaboró con la insurgencia por miedo a las represalias y ni siquiera el sospechoso fundado o infundado de alguna de esas cosas. Los motivos de estos crímenes atroces no fueron los de la guerra, donde se mata para defenderse, para forzar la rendición del enemigo, para obtener información u otro recurso, para mandar un mensaje de terror o por satisfacer un odio visceral.
La víctima de un falso positivo fue cualquier NN cuyo cadáver sirviera para inflar las estadísticas de las Fuerzas Armadas y para recibir una prima, un ascenso o unos días de licencia. Es un crimen que por eso no se puede comparar ni tratar de la misma manera que las desapariciones forzadas, las torturas, las masacres, las pipetas de gas, las motosierras, los sicarios en moto, los secuestros, las violaciones, las voladuras de oleoductos o los incendios.
Una inmundicia no justifica jamás otra inmundicia, pero los falsos positivos fueron el gran aporte de Colombia a la historia mundial de la inmundicia. O por lo menos yo no sé de otro país donde tantos hubieran sido asesinados para poder decir que estaban muertos.
Ese crimen es peor que el del guerrillero o el del paramilitar porque uno y otro son bandidos declarados, en tanto que al soldado le confiamos las armas a condición absoluta de no violar la ley. Y es peor porque 2.248 o 6.402 muertes no pueden ser casos aislados, ni acontecer sin un gran número de cómplices, sin que los mandos se enteren, sin que el Gobierno note que algo raro está pasando.
Pero ninguno de los siete presidentes y sus ministros de Defensa en 24 años ha asumido la responsabilidad y en todo caso no hicieron lo bastante para ponerle punto final a esa monstruosidad. El presidente que ganó la guerra, el que pasó a la historia por su atención obsesiva a todos los detalles de la acción militar, el que mandaba cuando murieron los 6.402 NN se defiende diciendo que apenas fueron algo más de 4.000 y que a la JEP no hay que creerle porque sus jueces “fueron nombrados por las Farc”.
El presidente Duque, por su parte, se limita a decir que esos casos deben “investigarse uno por uno”, que “esperamos avances de la JEP frente al reclutamiento de menores y el secuestro”, que la justicia “no debe hacerse por micrófono”. El Centro Democrático al unísono y los muchos colombianos que apoyaron al Gobierno entre 2002 y 2010 se dicen y nos dicen que la cosa no es tan grave porque los guerrilleros fueron grandes criminales: “Los nuestros fueron errores, los de ellos fueron horrores”, es la consigna que les sirve de consuelo y de tapujo.
Esa patética asimetría moral, esa capacidad de tapar una inmundicia alegando otra inmundicia, es la mayor vergüenza de Colombia y la razón por lo cual ni la justicia ordinaria ni la JEP podrán lograr la tan mentada y mentida “reconciliación” entre los colombianos.
**Director de la revista digital “Razón Pública”.
Fuente: El Espectador