Vi a mi presidente en su perorata en el Pentágono y todo lo que pude pensar mientras no paraba de hablar de heroísmo en la décima sexta conmemoración del 11 de Septiembre (11-S) fue cómo acabamos con Humpty Dumpty.
Obviamente fue Humpty Dumpty quien declaró: “Cuando uso una palabra, significa solo lo que yo elijo que signifique, ni más ni menos”. Al menos Humpty Dumpty lo dijo sin el gesto de nuestro estimado líder de unir su regordete dedo anular y su pulgar una y otra vez.
Las palabras salieron a borbotones de esa boca contraída que no decía nada, porque cuando un hombre con un vacío moral trata de exhortar a una nación a la grandeza moral, lo único que comunica es su hipocresía patética y casi cómica.
Entre un héroe y un charlatán, entre hablar y articular, hay una gran distancia. Ver que la cabeza del líder se mueve como si fuera un viejo ventilador eléctrico de apuntador a apuntador, como un monigote de feria, casi me hizo sentir pena. Su era es la de la indecencia.
El presidente Donald Trump parece haberse quedado solo en su evidente ineptitud. Entre él y su esposa Melania me imagino lo que John Lanchester alguna vez definió como “uno de esos silencios que solo pueden incubarse por el desgaste de al menos dos décadas de intimidad”. Bueno, ya llevan 19 años de conocerse.
La nuestra ha sido una larga caída. Para los autores del ataque a Estados Unidos, el mayor éxito ha sido la inyección del miedo en la psique nacional. Ni siquiera ellos pudieron imaginarse cómo las redes sociales harían que el miedo fuera contagioso ni cómo la política del miedo ayudaría a llevar a un bufón con instintos salvajes a la Casa Blanca.
Repasando los años desde el ataque sucedido en aquella luminosa mañana de septiembre —mi hija Adele cumplía cuatro años y se acababa de recuperar de una infección tan seria que tuve que sostener su cuerpecito mientras los médicos le hacían una punción lumbar— recuerdo un diálogo de Fiesta, de Hemingway.
“¿Cómo llegaste a la quiebra?”, preguntó Bill.
“De dos maneras”, contestó Mike. “Primero poco a poco y luego de golpe”.
Primero, vino el resbalón cuesta abajo: la guerra descabellada, los soldados y los compradores, la implosión financiera, la impunidad de los poderosos, la recesión, la ansiedad y la polarización. Los estadounidenses, y no solo ellos, decidieron que era mejor que todo estallara a tener más de lo mismo. Ahí fue cuando las cosas se precipitaron.
El estimado líder ganó a pesar de que los estadounidenses sabían que era un mitómano y quería una guerra victoriosa de pequeña a mediana magnitud que le permitiera proclamar que había restaurado la grandeza estadounidense. La gente hace cosas descabelladas. Por ejemplo, invadir Rusia. Basta con echar un vistazo a la historia. Tal vez Trump piense que bombardear Irán será su boleto para la reelección en 2020.
¿De dónde viene ese miedo? Es la pérdida del santuario. La amenaza podría estar en cualquier parte ya que salió de un cielo despejado y azul. Es la pérdida de la victoria. No hay ninguna que ganar. Es la pérdida de la confianza. El poder de Estados Unidos es más grande que su capacidad de usarlo. Es la pérdida de la comunidad. La tecnología es un gran conector pero también un gran aislante. Es la pérdida de la autoestima. La vida en la era de Facebook puede convertirse en una invitación infinita a sentirse inferior o no amado.
Todo esto ha creado un amasijo de miedo y desasosiego que el estimado líder explota fácilmente, cuyos instintos buscan más que nada la debilidad humana.
De ahí salen los musulmanes y los mexicanos y los mulás, los manipuladores comerciales y todas las demás amenazas para Estados Unidos que el líder despliega según sea necesario.
En Fiesta, Hemingway escribió algo más: “Durante el día, es extraordinariamente fácil dárselas de duro sobre cualquier asunto, pero por la noche es otro cantar”.
Es difícil no hacer caso a los cielos que se oscurecen. Lo peor del 11-S, después de casi una generación, es la sensación de que los autores ganaron. No hicieron colapsar a la libertad ni la democracia de Occidente, pero las lesionaron. Desorientaron a Occidente. Se llevaron algunas de las promesas del nuevo siglo.
Los asesinos de Abraham Lincoln, Mahatma Gandhi, John F. Kennedy y Martin Luther King Jr. se llevaron las vidas de grandes hombres, pero no acabaron con sus ideas. Si acaso reforzaron la inmortalidad de esas ideas. Sin embargo, el asesino de Yitzhak Rabin y los asesinatos masivos del 11-S mandados por Osama bin Laden fueron más exitosos.
Yigal Amir, el asesino de Rabin, arrancó de raíz las semillas de paz de Oslo al asegurarse de que los ideólogos religiosos mesiánicos y nacionalistas israelíes le tomaran la delantera a los pragmáticos seculares. Nunca la han cedido. Bin Laden minó la confianza de Estados Unidos, hilvanó el miedo en el tejido de la nación e inspiró una forma propagadora de fanatismo yihadista que continúa aterrorizando a Occidente en la búsqueda absurda de un califato restaurado.
Y Humpty Dumpty quiere construir un muro para sentarse a contemplar la xenofobia y la islamofobia.
Pocos días después del 11-S rompí en llanto cuando vi la imagen del ultrasonido de una mujer sobre la pared de la estación del metro de la calle 42 con las palabras “Buscando al padre de este niño”. Tal vez, en retrospectiva, mis lágrimas eran por todos los inocentes que perdimos aquel día, por los sueños nonatos.
Adele fue muy valiente durante su punción lumbar. Hoy es una mujer joven y valiente. Ahí están: los valientes, los estoicos, los imaginativos y los decentes, a pesar de todo, florecerán.
The New York Times