Por Jorge Enrique Robledo
Sobran las demostraciones –desde las discriminaciones y maltratos que llaman “menores” hasta los abusos sexuales, la tortura y el asesinato de mujeres por el simple hecho de serlo– para concluir que Colombia y el mundo son muy machistas, entendiendo por machistas las distintas formas de pensamiento, conductas, relaciones en la sociedad y en la familia y normas legales que tratan a las mujeres como seres inferiores sobre los que pueden ejercerse distintas formas de dominación, explotación, agresión y violencia.
Esto a pesar de que en Colombia y en otras partes las mujeres con sus luchas han ganado toda o casi toda la igualdad con los hombres ante la ley. El machismo se sostiene porque es un arraigado fenómeno cultural que se transmite de padres a hijos, incluso sin tener conciencia de sus implicaciones. Tan complejo es el mundo de las ideas, de la cultura, que hay mujeres que respaldan las teorías y los actos machistas, a pesar de que ellas también son sus víctimas.
En la base de un fenómeno cultural antiquísimo ha estado que la discriminación y el maltrato dejan ganadores y perdedores. Como ocurre con las mujeres a las que les pagan menos que a los hombres por trabajos iguales, con la coerción y el crimen que hay tras la prostitución a la que las empujan unas relaciones sociales inicuas y con los varones que actúan como déspotas en sus hogares, incluso cuando sus parejas aportan económicamente, pues ni así las eximen de tener que asumir en solitario la dura carga de las labores domésticas.
También es causa y consecuencia del machismo que las condiciones laborales de las mujeres sean peores que las de los hombres, aunque a estos tampoco les va bien. Así lo prueban los índices de desempleo, la remuneración del trabajo y las estructuras de poder en las empresas y gobiernos, por norma peores para ellas. Y eso que las mujeres ya igualan o superan a los hombres en los niveles de educación.
Desde tiempos inmemoriales, la cultura machista se ha expresado, con toda vulgaridad, agresividad y violencia, en las relaciones amorosas y sexuales, dentro y fuera del matrimonio. Siempre sobre la idea de que las mujeres son poco más que objetos necesarios para reproducir a la especie y a los herederos, utensilios que asumen gratis la servidumbre doméstica y siervas que deben someterse a cuanto se les ocurra sexualmente a los machos, sin exceptuar de las agresiones a las menores de edad y a las ancianas.
De otra parte, seguramente no hay hecho social de creación más colectiva y democrática que el lenguaje. No resulta preciso entonces sostener que las palabras y las frases sean la automática imposición de los puntos de vista de los más poderosos, con sus conocidas concepciones machistas. Pero que esto sea así no salva tampoco al idioma de reflejar el pensamiento de quienes mandan en la sociedad, incluidos los de Colombia, así sea parcialmente, porque estos en mucho modelan las formas de pensar del resto de la población. Tienen todo el fundamento por tanto las exigencias para que en la forma de expresarse también se refleje la lucha por la plena igualdad entre hombres y mujeres.
Pero acertar en las formas de alcanzar el progreso social es tan importante como acertar en los objetivos que se proponen, dado que el triunfo solo será posible si se convence a la sociedad de esas verdades. El triunfo depende entonces de no equivocarse en lo que toca hacer en cada momento para alcanzar dicho objetivo. Y más en este caso, en que se relacionan asuntos tan sensibles como sexo, religión y política, cuyo maltrato rompe el debate civilizado, en especial si se aborda con espíritu de matoneo o desconsideración. De ahí que resulte tan machista, y nada democrático, pretender imponerles a la mujeres abordar el cortejo propio de las relaciones sexuales y amorosas a partir de violarles su más libre consentimiento.
También conspira a favor del machismo que las mujeres no sean las únicas maltratadas. Porque como igual o peor les ocurre a negros, indígenas, LGBTI, niños, ancianos, enfermos crónicos y pobres, y hasta a naciones enteras, estos horrores también contribuyen a que las gentes se vuelvan indiferentes o se apeguen a la cultura que justifica y respalda el atropello a las mujeres. Muy positivo sería que ellas y demás discriminados se unieran en sus reclamos a la sociedad y al Estado, pues políticas públicas coherentes ayudarían a persuadir a quienes no comprenden lo que ocurre y así poder vencer a los que, por intereses inconfesables, actúan en contra de unas razones que buscan el bienestar general, incluido el de los hombres.
Enero 19 de 2018