“En fin, tengo la impresión que Luís Fernando Galindo parecía vivir en un permanente y pasmoso contacto con la magia provinciana. Era su prototipo.”
Por Ramiro Guzmán Arteaga**
Tengo la impresión de que Luis Fernando Galindo, quien falleció en Montería, era un escritor extraño, tal vez porque era, como todo escritor de provincia, ciento por ciento original, de esos que no tienen influencia de escuelas ni de otros escritores, de los que su única inspiración es la cotidianidad.
Era de andar pesaroso, sin prisa, sabanero, como si fuera dueño de su propio tiempo; de las personas que siempre parecieran tener una sonrisa dibujada en su rostro. Con su periódico. Con su maletín en la mano. Siempre parecía que lucía su sombrero vueltíao aunque no lo llevara puesto. Y no era para menos porque había nacido en Corozalito, municipio de Chimá (28 de agosto de 1934).
Cuándo hablaba con él tenía el presentimiento de que guardaba la secreta esperanza de encontrar a alguien que le hablara de sus libros y de sus poesías. En fin, tengo la impresión que Luís Fernando Galindo parecía vivir en un permanente y pasmoso contacto con la magia provinciana. Era su prototipo.
Toda esta impresión está soportada del gracioso ministerio de su obra. Escritor, yo diría que cuentista costumbrista y poeta de provincia, con un estilo que no se dejó contaminar a pesar de haber viajado por muchos lugares del mundo, y que queda demostrado en sus obras: “Del Betancí al mar” (cuentos costumbristas), “Huellas en el tiempo” (Así habla América, poemas) , (De la tierra a la eternidad” , “Ana Cecilia” (Poemas), “El Alfarero” (cuentos) y “El Guía de las cosas” (Cuentos y relatos). Muchas de sus obras aparecen firmadas con el pseudónimo de “El Indio Jerónimo”.
Debo confesar que la primera imagen que tuve de Luis Fernando Galindo es el de un señor con portafolio de cuero que todos los meses llegaba por el arriendo del local donde mis padres habían instalado el Restaurante Zaiza, en la calle 32 entre carreras primera y segunda de Montería. Un local de lujo que, como toda la edificación, era de propiedad de don Rosendo Garcés Cabrales, un ganadero generoso, de los buenos, que fue todo un hito en el departamento de Córdoba, a quien mi padre le había prestado sus servicios en la hacienda Currayao, y de quien Luis Fernando Galindo había sido su yerno. Siempre llegaba con su andar lento, con su inseparable sonrisa, mi padre lo atendía, le entregaba el valor del arriendo y seguía hacia los otros locales. Por esa misma calle y por el mismo andén también vi pasar a don Rosendo, él veía a mi padre, se paraba frente a él, lo saludaba con un eterno “¡Santa!” [Santander], cruzaban algunas palabras y don Rosendo seguía de largo. Esa escena tantas veces repetida aún guarda para mí un extraño encanto, porque en ese sector del centro de Montería también pasé gran parte de mi juventud, al lado de mis doce hermanos y de mis padres.
Por eso, ahora que Luis Fernando Galindo ha muerto, también evoco esos momentos, y lamento no haberle hecho la entrevista que siempre quise hacerle para que me contara parte de la historia de don Rosendo Garcés Cabrales, esa historia magnifica que tampoco él nos contó y que aún está por contar. Una historia que dejó en el tintero y que nos quedó debiendo.
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Por Ramiro Guzmán Arteaga**
Comunicador social periodista, Magister en educación y profesor universitario.
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Diciembre 9 de 2017