Hemingway, héroe vital, redentor nuestro

Por Jack Farfán Cedrón**

 “Escribía tal como es”, decía James Joyce; ese estilo directo, no literario, que apunta a desentrañar la punta del iceberg lo aprendió como corresponsal en Europa, en el Toronto Star.

Como corresponsal de guerra y conductor de ambulancia, antes de los veinte años conoció a Agnes Hannah von Kurowsky, una de las dieciocho enfermeras del Ospedale Croce Rossa Americana, en la vía Alessandro Mazoni, en Milán, cuya pasión enfebrecida la reflejaría en Adiós a las armas.

Recibido con loas como héroe de guerra, empezaría a escribir seriamente unos relatos que no le granjearon mucho éxito, ni la bendición de su madre.

Hombre rudo, pescador, deportista de un metro ochenta que enfrentaba por las mañanas a los periodistas desayunando huevos con tocino, asentados con un vaso de whisky.

Tuvo cuatro esposas, un perro negro, gallos de pelea, cañas de pescar y varias colecciones de relatos, como astas y cabezas de animales disecados; algunas cabañas y un humor de los mil demonios, cuando era interrumpido escribiendo.

De paso por las playas del norte peruano, dejaría objetos memorables en el Fishing Club de Cabo Blanco, como una botella que apostilló Manuel Jesús Orbegozo: “Mientras lloren las uvas, yo beberé sus lágrimas”; quien audazmente se escondió en el baño del yate, paralelo al cual viajaba el legendario autor de “Colinas como elefantes blancos”, donde pudo entrevistarse con Mary Welsh, la esposa del escritor de Idaho, quien dijo que su esposo era una persona bondadosa y afable.

Durante su arribo al Perú, en el puerto de Paita, antes de lo cual saludó efusivamente a varios periodistas diciéndoles que El viejo y el mar (1952) lo escribió en ochenta días, pero lo pensó durante trece años, “pescó varios merlines negros, uno de ellos de más de trescientos kilos. Un quinto, de más de novecientos”. Invitado por el Círculo de Escritores Peruanos, en una misiva que no fue respondida, recién Orbegozo se enteraría de que Ernesto le temía a las ceremonias de homenaje más que a la muerte.

Infundió inmortalidad a algunos animales en la sabana africana, en cuyo safari de 1932, donde Philip Percival, aquel cazador blanco, estaría dispuesto a acompañarlos a él y a su ―en ese entonces― esposa, Pauline, a cazar animales salvajes; a sentir el vaho de un león tan cerca, que podías oler su fétido aliento, hasta que le disparabas.

Fornido, barbado, su pasión taurina desbordante lo llevó a avistar en los tendidos, y no sobre la arena, la muerte de más de mil seiscientos toros (pudieron ser más, de no ser por la guerra), antes de escribir Muerte en la tarde, basada en su experiencia en San Fermín, en Pamplona.

Consideraba que los gallos de pelea no sirven para otra maldita cosa, más que para pelear, y no percibía a esta pasión tan sangrienta como lo ven algunas organizaciones de defensa animal, sino más bien festiva, llena de un rito de muerte, que eterniza, inmortaliza, paradójicamente, la vida en la lucha por un cuerpo que se esfuma con dignidad y valentía.

Hemingway gustaba de bifes jugosos rociados con mermelada, de pescar peces espada en el “Pilar”, mientras simulaba ser un vigilante de los ejércitos nazis durante la Guerra Civil Española; en tanto asentaban desoladoramente, esos aciagos y duros días de la guerra.

Aquél corresponsal de guerra que se puso del lado (hasta cierto punto) de los republicanos, en una Por quién doblan las campanas, la cual llega a describir hasta grados aterradores el ataque en Ronda, donde eran arrojados al precipicio, descoyuntados y desollados con palas y trinches, varios, seguidores o no, del franquismo, ajusticiados en la plazuela del pueblo, cuya pasión por la violencia llevó al desenfreno maniático del asesinato colectivo, de la maldad llevada al epítome de lo macabro que implica padecer de una ideología.

Su experiencia en la pesca y sus muchos años vividos en La Habana, le daban todo el derecho a considerarse cubano. De esas experiencias surge El viejo y el mar (1952), cuento largo o novela corta, que, publicada, primero, en un ejemplar monográfico en la revista Life, vendió cinco millones de ejemplares en dos días, catapultándolo como un afamado escritor que podía recibir cien mil dólares por una historia como “Las nieves del Kilimanjaro”, llevada al cine; y una renta similar por sus royalties, lo que pagaba tranquilamente sus impuestos.

El mismo escritor que veía en las corridas de toros la fuerza de la inmortalidad durando ese infundio de vida rebufado en plena danza del torero y la víctima furiosa; aquella contienda inútil, en apariencia, emanando toda la energía que suspende sobre la arena la sangre derramada con furia; el mismo héroe de guerra, que llevó a una “nada nuestra” hasta el reino de lo narrado, con el simple objetivo de “lo objetivo”; ése rudo boxeador que llevó a las trompadas al ring de los ajustes de cuentas por una “contienda fratricida”, a su par literario, Scott Fitzgerald. El mismo redentor de la gran aventura literaria.

El viejo Santiago, “pescador nuestro”, conmovió a todo el mundo. Trascendió tanto su fama en la pequeña historia, que la gente se amotinaba en las corridas de toros, en España, para que le sea firmada una entrada por el gran pugilista escritor que había arrasado en ventas. Las personas le lloraban, conmovidas hasta la adoración por un santo vivo, por un redentor colectivo; por ese cuento de largo aliento cuyo protagonista trasciende todos los límites de las eternas posibilidades a que la mente puede llegar, trasegada por un espíritu inquebrantable que no ceja hasta el final de sus límites, desligada de las debilidades y manierismos del cuerpo que cree estar vencido.

Llegar con un esqueleto descamado por los tiburones representaba una aleccionadora, bella paradoja, El viejo y el mar: una pequeña gran obra maestra bajo el lema que conmovería hasta las lágrimas: “Un hombre puede ser destrozado, pero no derrotado”.

Esta historia mereció el Premio Pulitzer en 1953; mas no se vestiría su autor de frac para ir a recibir el Premio Nobel de Literatura en 1954, pero regaló a la academia sueca un discurso loable, aleccionador hasta la conmoción, así como la medalla (pero no los treinta y cinco mil dólares), a la Virgen del Cobre, patrona de Cuba.

Escribir es, en los mejores momentos, una vida solitaria”, anotaría en su discurso, “un nuevo principio” donde el escritor se esfuerza por algo nuevo que está fuera de su alcance; es por ello que un escritor que ha tenido como buen precedente a tan buenos escritores, es capaz de llegar a donde nadie puede llegar a ayudarle “(…) un escritor debiera escribir lo que tiene que decir y no decirlo”.

Se sintió agradecido por la vida, agasajado, bendecido por las colinas y los sueños con leones blancos, y las playas de blancas arenas como sueños de luz que nos abrazan afablemente en la vigilia. No escupió en vano al mar, para no recibir más que sabiduría, no maldiciones; ¡no más maldiciones!

Y pocas, pero aleccionadoras ofensas.

Pero, para Ernest Hemingway, un día aciago, gris, acaso augurador de la gran “Fiesta” que le deparaba el otro lado de la vida, la literatura, ya no pudo salir, nunca más.

Apuntó una escopeta de doble cañón en su frente. El ruido fue ensordecedor. Despertó a todo el mundo. Y dijo, seguramente con todo ese ademán de quien muestra en un magistral relato parte de su amargura, lo que un escritor es capaz de decir, de manera vital; lo que es capaz de decir y hacer sentir en los lectores sin que se den cuenta que alguien como un escritor de esa talla lo dice, habiéndolo vivido, ¡con cojones!

Un padre, un redentor de todas las guerras del mundo, ganadas a pulso como héroe enamorado de una vida que con rudeza deja algunas horas para escribir las plenas angustias del mundo.

París, entre las célebres luces de la divinidad, fue una fiesta esa tarde.

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Jack Farfán Cedrón** (Perú, 1973). Ha publicado los libros de poesía: Pasajero irreal (2005), Gravitación del amor (2010), El Cristo enamorado (2011), Las consecuencias del infierno (2013) y El juego de la bestia (El Cabuyal Editores, 2022). Modera el blog: ‘El Águila de Zaratustra’; además, dirige la revista Kcreatinn Creación y más. Es Socio Fundador de El Cabuyal Editores y Kcreatinn Organización. Algunas revistas virtuales que alojan textos suyos: Letralia (Venezuela); Periódico de poesía (UNAM); Destiempos, Campos de Plumas, Revista Innombrable (México); Revista de Letras (España); Cajamarca-Sucesos, El Hablador, Fórnix, Sol Negro, Ablucionistas (Perú); Letras hispanas (USA); Resonancias (Francia); Bogotá Ilustrada, Libros & Letras (Colombia); La Ninfa Eco (Argentina), entre otras. En 2016 formó parte de los ciento cinco poetas de todo el mundo, invitados al III Festival Internacional de Poesía de Lima, FIP Lima. Sus libros y artículos están disponibles en:

https://es.scribd.com/user/53330441/Jack-Farfan-Cedron

https://independent.academia.edu/JFarfánCedrón 

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