Por Henry Barbosa
Dicen que los medios son el cuarto poder, aunque a estas alturas parece más un ministerio de propaganda con buena redacción. Entre titulares que brillan más que los argumentos y noticieros que confunden opinión con verdad revelada, la objetividad se volvió un animal mitológico: todos hablan de ella, pero nadie la ha visto. Mientras tanto, los políticos sonríen agradecidos, porque nada disimula mejor una mentira que una buena cámara HD y un periodista “neutral”.
En época electoral, la coreografía es perfecta. Los medios preguntan lo que el candidato quiere responder, los opinadores opinan lo que sus jefes quieren escuchar, y el ciudadano —ese ingenuo espectador— cree que está “informado”. Al final del día, todos ganan: los políticos, porque salen bien maquillados; los medios, porque venden pauta; y el público, porque recibe el placebo de creer que piensa por sí mismo.
En el noticiero de la noche, la tragedia nacional se resume en treinta segundos entre el informe del clima y el nuevo detergente milagroso. El presentador, con tono fúnebre y sonrisa dental, anuncia que “el país atraviesa un momento difícil”, justo antes de dar paso a una nota sobre el perrito que aprendió a hacer yoga. Es el equilibrio perfecto entre la manipulación y la ternura: primero te deprimo, luego te distraigo.
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Las columnas de opinión, por su parte, son un festival de egos con teclado. Cada analista tiene la verdad absoluta, siempre respaldada por una encuesta que nadie leyó y un dato “según fuentes confidenciales” que casualmente piensan igual que él. Los medios se presentan como guardianes de la verdad, pero compiten por likes, visitas y retuits con la misma pasión con la que antes defendían la ética. Porque si la verdad no da clics, vale mejor inventarse algo más rentable.
Y ahí estamos nosotros, los ciudadanos, con el celular en la mano, compartiendo indignaciones prefabricadas. Creemos que “informarnos” es leer el titular y opinar en los comentarios. Exigimos transparencia, pero solo si el algoritmo nos la recomienda. Al final, todos jugamos el mismo juego: los políticos simulan gobernar, los medios simulan informar y nosotros simulamos entender.
Así que brindemos por la prensa libre: libre de culpa, libre de responsabilidad y libre de vergüenza. Mientras el micrófono siga apuntando al poder (económico, político o criminal) con cariño, sin molestar demasiado, la democracia estará a salvo… o al menos, bien maquillada para la foto del día.
Quizá no todo esté perdido. Tal vez un día la objetividad deje de ser un mito y reaparezca entre los comerciales de gaseosa y los editoriales disfrazados de análisis. Pero hasta que eso ocurra, sigamos disfrutando del espectáculo: la política escribe el guion y los medios le ponen el micrófono.